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Expectativas británicas en Toronto. Reseña sobre High-Rise

  • Publicación: Mariana
  • 29 sept 2015
  • 2 Min. de lectura

En la esperada Sunset Song, el drama épico neutraliza la visión poética de Terrence Davies, mientras que en su adaptación ballardiana de High-Rise, Ben Wheatley propone un ambicioso y kubrickiano viaje al corazón de la demencia. El maestro polaco Skolimowski hace bricolaje narrativo en 11 minutos y la belga Akerman entrega un emotivo retrato de su madre.

Autor: Carlos Reviriego

Otra ansiedad consumada ha sido la de destapar la no menos ambiciosa adaptación de la novela Rascacielos de J.G. Ballard bajo la insólita personalidad de Ben Wheatley, cuyos trabajos previos, Kill List y Turistas, no nos habían realmente preparado para asistir a un trabajo tan ambicioso, que propone un verdadero viaje al corazón de la demencia. High-Rise es un filme poseído por el exceso y el barroquismo, cuya fascinación visual remite constantemente a Kubrick, Pasolini, Godard y las atmósferas enfermizas de Cronenberg. El relato, primordial, se encierra en un imponente rascacielos de lujo al que se traslada el doctor Laing (Tom Hiddleston) en busca del anonimato. Allí se encuentra con una serie de vecinos excéntricos que encadenan desorbitadas fiestas regadas de alcohol, drogas, sexo y violencia. En un momento dado, los vecinos de los pisos inferiores se rebelan contra los inquilinos que viven en pisos superiores, conformando un estratificado microcosmos social. La película se convierte en un verdadero campo de batalla. La locura que pone en forma el filme va encaminada a construir una parábola retro-futurista sobre la lucha de clases y las perversiones del capitalismo, en la que el hedonismo da paso al embrutecimiento, el humor a la enajenación y el sexo a la destrucción. La utopía imaginada por el arquitecto que vive en el ático del edificio (Jeremy Irons) se abisma en la perversión de una distopía apocalíptica, donde finalmente reina el caos y la anarquía más absolutas. Wheatley hace uso de todo su talento satírico para que el descenso a los infiernos sea tan inmediato como irreversible, hiperbólico y retorcido, con un subtexto político y antropológico que hace resonar en el pasado -los años setenta en la que fue escrita la novela- el pesimista porvenir de una humanidad esencialmente depredadora, condenada a destruirse a sí misma. El impacto que produce la película, su manifiesta ambición y demencia atmosférica, coloca al director británico en otra liga, determinado a competir con los más grandes cineastas del cine contemporáneo.

Para leer el resto de las reseñas escritas por el autro, se puede visitar la fuente original del texto colocada al pie de la nota.

Fuente: El Cultural

 
 
 

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