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Ballard, el apóstata. Reseña sobre High-Rise

  • Publicación: Mariana
  • 29 sept 2015
  • 3 Min. de lectura

Crédito de la imagen: Ben Wheatley, Luke Evans, Sienna Miller y Tom Hiddleston,

el equipo de 'High-Rise'. ANDER GILLENEA


CINE Festival de San Sebastián


Wheatley y Veiroj irrumpen en la sección oficial con dos ejercicios contradictorios e irrenunciables de cine libre.


LUIS MARTÍNEZ @luis_m_mundo

San Sebastián


Cuentan que Juliano leyó los poemas homéricos y, seducido sin duda por el paganismo yámbico, no pudo por menos que renunciar al estricto cristianismo de su tío Constancio. Desde entonces y para los restos, el emperador del siglo IV se quedó con el sobrenombre de "el apóstata". A Ben Wheatley le ocurrió, sin duda, algo parecido. Fue leer a J.G. Ballard y dejó de creer en absolutamente todo, incluida la posibilidad misma de la narración, el sentido. Y así, hasta la puntual descripción del más íntimo impulso de lanzar la vida entera por la ventana. Lo de Federico Veiroj es otra cosa. Lo suyo es pura y simple apostasía.


Por partes. High-Rise, del británico de arriba, es, si se quiere, su obra de madurez. Y de ahí la profunda inmadurez que demuestra (es halago, cuidado). Si se quiere, la película se puede leer como la consecuencia lógica y demencial de una deriva que empezó en 2009 con Down terrace. continuó con Kill list y tuvo en Turistas su momento de rendición. Su capacidad para rastrear en el lado oscuro y festivo de lo más gris que puebla el universo de la normalidad británica hacían de Wheatley el tipo adecuado para filmar cómo un hombre, tranquilo en su desesperación, se come a su perro. Así empieza la película que literalmente ayer explotó en la sección oficial.


Se trata de seguir el rastro a la difícil y nunca aclarada relación entre los hombres y el lugar que habitan; entre el espacio exterior y el interior; entre lo lleno y el hueco; entre al ascenso de la clase media y su paulatina desaparición. Un hombre (genial en su contención paródica Tom Hiddleston) llega al lugar en el que sus sueños de progreso social han de cumplirse: un rascacielos. La idea es describir, entre el absurdo y el ruido, la paulatina ruina de todo lo sólido. Por el medio, un Jeremy Irons fuera de sí (es el arquitecto), un Luke Evans frenético y una Sienna Miller que habría podido hacer algo más.


La película arranca en el más sórdido de los caos, retrocede al momento del primer y civilizado encuentro de nuestro protagonista con su nuevo estatus de rico en casa rica y, sin solución de continuidad, se abandona a una progresiva y desconcertante celebración de la carne, lo fútil, lo desordenado. De orgía en orgía hasta derribar los cimientos de cualquier amago de equilibrio. Es comedia por la misma razón que discurre sobre la pantalla como cuento de terror.


El director apuesta por suspender la película en el vacío. Y la idea es siempre abandonar cualquier referencia. Si por un momento parece una distopía situada en un futuro extraño y surreal, esos papeles pintados de los 70 nos devuelve a un pasado demasiado próximo de burbujas inmobiliarias; si a ratos High-Rise nos recuerda a una comedia salvaje, acto seguido el guión nos devuelve a una realidad que sólo admite la compasión como guía de lectura. La idea es siempre no acomodarse; la idea es, ya lo decíamos, apostatar de asuntos tales como la madurez, el equilibrio o la sensatez. Importa el placer de la renuncia, el abandono, el caos.


Para el final, el director propone una lectura política y, en su empeño por no irse y dejarnos sin nada, hace aparecer el rostro de Thatcher. Dice Weathley que se trata de una película contra el capitalismo. Anticapitalista por tanto. Y lo creemos. Aunque cabría añadir que antes que una revolución lo que anuncia es la llegada de un nuevo tiempo colgado de ninguna parte, un nuevo tiempo sin tiempo. ¿Cómo se quedan? Apostatar es, quizá, esto.



Fuente: El Mundo

 
 
 

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